Suda profusamente. No puede conciliar el hambre ni la culpa. El día que en su refrigerador no pudo encontrar más que trozos de cuerpos supo que su canibalismo había llegado demasiado lejos. No recuerda la última vez que comió algo que no fuera carne humana. De pronto el peso de la culpa le arrebata el apetito. Los últimos seis meses le parecen un mal sueño, una escena de una película de bajo presupuesto, algo que definitivamente no le pasó a él sino a otro. ¿Cómo llegó hasta este punto? ¿En qué momento eligió alimentarse exclusivamente de cadáveres de mujeres? No logra recordarlo. De un día para otro se encontró acechando presas en zonas de interés social, invitándoles un pollo rostizado o una hamburguesa, reventándoles el cráneo con un martillo, realizando cortes, cocinando, masturbándose innumerables veces mientras degusta el jugoso muslo de una adolescente que nadie reclamó.
Nunca imaginó que sería tan difícil cambiar sus hábitos alimenticios de un día para otro. No previó la resaca al diluir en ácido todo el contenido de su refrigerador. Piensa en ello mientras vomita un solitario trozo de chuleta en salsa verde. Se sorprende al comprobar que la comida no le sienta bien. El espejo le devuelve una mirada húmeda y vacía. Siente lástima por sí mismo. Lamentablemente para él, no hay organización alguna que se dedique a ayudar a personas de su condición, no hay tal cosa como Caníbales Anónimos.
Después de dar vueltas por su departamento como tigre enjaulado, decide echarse a dormir. Previsiblemente, sueña con comida. Puchero de cachete. Busto de mujer embarazada en chile pasilla. Lomo al mole. Entrepierna empanizada. Trasero de niña con sobrepeso a la diabla. Cortadillo de vulva en su regla.
Despierta salivando de hambre. Quizás algo sano y ligero como entrada. Arroz a la jardinera. Sufre un corte mientras rebana una zanahoria. Instintivamente lleva su dedo a la boca. De golpe ese sabor metálico. Sus pupilas se dilatan al dar el primer mordisco. No para hasta desangrarse.
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martes, 31 de enero de 2012
miércoles, 1 de octubre de 2008
Casualidad de un encuentro
Ella se conjugó con marzo y una larga serie de decisiones mal tomadas. Cuando le pregunté de dónde era me contestó que de una película. Quise pensar que se trataba de una broma, o del efecto del micropunto morado, pero en su rostro se leía una seriedad reptílica que me disuadió de preguntarle de qué año. No me quise arriesgar a que se ofendiera. Me hubiera quedado solo, apartado del reven, mirando al horizonte como pendejo, como siempre.
Al principio me pareció increíble que me dirigiera la palabra. Pensé que tal vez ya me había tronado el casco por completo. Pero al parecer era telépata, pues contestó que no, que no estaba alucinando, que era real. Para comprobarlo me hizo pasar un dedo por su fría piel. Todos mis sentidos activaron sus alarmas. Y yo callado, como pendejo, sin nada más interesante que decir que “¿y….. de dónde eres?”.
No recuerdo qué otras estupideces le dije, mi atención recaía enteramente sobre sus ojos negros, su piel tersa y escalofriante, su sonrisa tan a la Gioconda, la manera en que parecía entenderlo todo, y, sobre todo, en tratar de recordar en qué película la había visto antes. A pesar de ello, por alguna extraña y psicotrópica razón, no paraba de contarle, con todo lujo de detalles, cómo es que había llegado desde Matehuala hasta allí: a esa fiesta equinóccica a escasos metros de las pirámides de Teotihuacán.
Ella sólo asentía con la cabeza, parada sobre una roca, escuchando. Parecía esperar su turno para hablar.
No hay manera de expresar la sensación que experimenté cuando dijo que yo era único, que no tuviera miedo, que este monstruo de ciudad me protegería, siempre y cuando fuera a rendir tributo y sacrificio a la pirámide del Sol.
─Te están llamando ¿no es así? ─me preguntó─. Escúchalas.
─¿Me acompañarías?
─No puedo.
─Pero… Si me voy de la fiesta mis amigos se largan sin mí, y no sé cómo regresar a mi casa desde acá.
─No necesitas casa.
─Pero…
─No necesitas nada. Sólo haz lo que te digo.
Su mensaje se asentó en mi psique; no sólo fueron sus palabras, de alguna extraña manera tenía la capacidad de decir más de lo que hablaba, como si transfiriera información por medio de sus ojos. Bluetooth psicobiológico.
En un estado de somnolencia hipnótica pude ver cómo se alejaba lentamente por entre las rocas. Mis ojos fijos en el vaivén que dibujaba su sugestiva cola. Quise detenerla, acariciar su rostro, preguntarle si la volvería a ver, pero ya sabía la respuesta.
Llegué a la Avenida de los Muertos minutos después de que saliera el sol y el lugar ya estaba repleto de gente vestida de blanco. A lo lejos se escuchaba el eco de tambores. Un penetrante aroma a mirra se mezcló con los últimos efectos del micropunto y mis temores y dudas desaparecieron.
El viento matinal me golpeaba la cara sobre la pirámide del Sol; aún podía escuchar su voz siseante dentro mis sienes.
Hice lo que ella me dijo: tomé al primer niño que encontré y lo lancé por las escalinatas. Nadie me escuchó cuando traté de explicar que nuestros Dioses estaban hambrientos. Nadie me escuchó dar las gracias a la sabia lagartija mientras mis miembros eran lanzados por los aires y mi sangre bañaba el centro de la pirámide del Sol.
Al principio me pareció increíble que me dirigiera la palabra. Pensé que tal vez ya me había tronado el casco por completo. Pero al parecer era telépata, pues contestó que no, que no estaba alucinando, que era real. Para comprobarlo me hizo pasar un dedo por su fría piel. Todos mis sentidos activaron sus alarmas. Y yo callado, como pendejo, sin nada más interesante que decir que “¿y….. de dónde eres?”.
No recuerdo qué otras estupideces le dije, mi atención recaía enteramente sobre sus ojos negros, su piel tersa y escalofriante, su sonrisa tan a la Gioconda, la manera en que parecía entenderlo todo, y, sobre todo, en tratar de recordar en qué película la había visto antes. A pesar de ello, por alguna extraña y psicotrópica razón, no paraba de contarle, con todo lujo de detalles, cómo es que había llegado desde Matehuala hasta allí: a esa fiesta equinóccica a escasos metros de las pirámides de Teotihuacán.
Ella sólo asentía con la cabeza, parada sobre una roca, escuchando. Parecía esperar su turno para hablar.
No hay manera de expresar la sensación que experimenté cuando dijo que yo era único, que no tuviera miedo, que este monstruo de ciudad me protegería, siempre y cuando fuera a rendir tributo y sacrificio a la pirámide del Sol.
─Te están llamando ¿no es así? ─me preguntó─. Escúchalas.
─¿Me acompañarías?
─No puedo.
─Pero… Si me voy de la fiesta mis amigos se largan sin mí, y no sé cómo regresar a mi casa desde acá.
─No necesitas casa.
─Pero…
─No necesitas nada. Sólo haz lo que te digo.
Su mensaje se asentó en mi psique; no sólo fueron sus palabras, de alguna extraña manera tenía la capacidad de decir más de lo que hablaba, como si transfiriera información por medio de sus ojos. Bluetooth psicobiológico.
En un estado de somnolencia hipnótica pude ver cómo se alejaba lentamente por entre las rocas. Mis ojos fijos en el vaivén que dibujaba su sugestiva cola. Quise detenerla, acariciar su rostro, preguntarle si la volvería a ver, pero ya sabía la respuesta.
Llegué a la Avenida de los Muertos minutos después de que saliera el sol y el lugar ya estaba repleto de gente vestida de blanco. A lo lejos se escuchaba el eco de tambores. Un penetrante aroma a mirra se mezcló con los últimos efectos del micropunto y mis temores y dudas desaparecieron.
El viento matinal me golpeaba la cara sobre la pirámide del Sol; aún podía escuchar su voz siseante dentro mis sienes.
Hice lo que ella me dijo: tomé al primer niño que encontré y lo lancé por las escalinatas. Nadie me escuchó cuando traté de explicar que nuestros Dioses estaban hambrientos. Nadie me escuchó dar las gracias a la sabia lagartija mientras mis miembros eran lanzados por los aires y mi sangre bañaba el centro de la pirámide del Sol.
miércoles, 16 de abril de 2008
Hay ahora un pozo
Al lado de mi colchón hay ahora un pozo. La vieja duela cedió al paso de los años y en mi cuarto, junto a mi colchón, hay ahora un pozo. Es un sombrío rectángulo de bases cortas y lados muy largos, no creo que esté muy hondo, quizás unos treinta centímetros. Pero abajo está muy oscuro, a lo mejor hasta son más de treinta metros, a lo mejor ni siquiera tiene fondo, incluso podría ser una escotilla sideral capaz de teletransportar objetos o cuerpos hacia otra dimensión.
He intentado ignorarlo, olvidar que está, que es, mas su negrura se impone en mi conciencia, me recuerda a cada instante: Al lado de mi colchón hay ahora un pozo. Negro. Silba un silencio milenario que envuelve mi pequeño cuarto; pareciera que los ruidos externos, ajenos al pozo, no penetraran en él. Antes al contrario, más parece que un mudo luto ha empozado en el ambiente. Adentro huele a tiempo encerrado, a polvo inmortal eternamente estático, y ahora ese “antiaroma”, o “no-aroma”, sepulta mi pequeño cuarto. Los inciensos hindúes de Copilco parecen censurados por el imponente olor a quieto.
Puedo tratar de convivir con el pozo, en realidad no me estorba y hasta he intentado considerarlo como un adorno más en mi pequeño cuarto; la tortuga de barro, la litografía de Tamayo, las ranas, la ropa sucia, y ahora mi pozo. Eso de día.
De noche sobresale más allá de la luz nocturna, de noche sólo existe el pozo y todo el espacio que me rodea cede ante su negra presencia, como si absorbiera la otra oscuridad, la natural. Sólo queda el pozo y mi mente que trata inútil de ignorarlo y contar ovejas.
Por eso ahora le temo a la noche, imagino las más horribles criaturas aguardando ahí abajo, esperándome en el abismo sin forma. Escucho susurros escalofriantes de figuras demasiado complejas para mi limitado razonamiento demasiado humano.
He intentado solucionar mi fuliginoso insomnio de varias maneras, mas es inútil; el pozo esta ahí y aunque lo cubra con mantas, lo selle y lo ignore, el pozo seguirá allí. Sólo me queda una última alternativa. Descender. Adentrarme al vacío y hacerle frente a los recuerdos imaginados que aún no nacen. Sabré esperar paciente en caso de que la salida se difumine y quede atrapado junto a lo indecible. Sabré morir sin luz.
He intentado ignorarlo, olvidar que está, que es, mas su negrura se impone en mi conciencia, me recuerda a cada instante: Al lado de mi colchón hay ahora un pozo. Negro. Silba un silencio milenario que envuelve mi pequeño cuarto; pareciera que los ruidos externos, ajenos al pozo, no penetraran en él. Antes al contrario, más parece que un mudo luto ha empozado en el ambiente. Adentro huele a tiempo encerrado, a polvo inmortal eternamente estático, y ahora ese “antiaroma”, o “no-aroma”, sepulta mi pequeño cuarto. Los inciensos hindúes de Copilco parecen censurados por el imponente olor a quieto.
Puedo tratar de convivir con el pozo, en realidad no me estorba y hasta he intentado considerarlo como un adorno más en mi pequeño cuarto; la tortuga de barro, la litografía de Tamayo, las ranas, la ropa sucia, y ahora mi pozo. Eso de día.
De noche sobresale más allá de la luz nocturna, de noche sólo existe el pozo y todo el espacio que me rodea cede ante su negra presencia, como si absorbiera la otra oscuridad, la natural. Sólo queda el pozo y mi mente que trata inútil de ignorarlo y contar ovejas.
Por eso ahora le temo a la noche, imagino las más horribles criaturas aguardando ahí abajo, esperándome en el abismo sin forma. Escucho susurros escalofriantes de figuras demasiado complejas para mi limitado razonamiento demasiado humano.
He intentado solucionar mi fuliginoso insomnio de varias maneras, mas es inútil; el pozo esta ahí y aunque lo cubra con mantas, lo selle y lo ignore, el pozo seguirá allí. Sólo me queda una última alternativa. Descender. Adentrarme al vacío y hacerle frente a los recuerdos imaginados que aún no nacen. Sabré esperar paciente en caso de que la salida se difumine y quede atrapado junto a lo indecible. Sabré morir sin luz.
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