lunes, 3 de noviembre de 2008

El epitafio de los poetas

Eran las seis de la mañana
cuando se registraron los hechos;
una despiadada banda de malhechores
tomó por asalto
una importante librería
del centro de la ciudad.

Los libros, acorralados en una esquina,
castañeando las páginas,
sólo encontraron una alternativa
a tan terrible situación;
el primero en ponerse de pie,
muy propio él, fue Miguel de Unamuno:
Al secuestrar, secuestrador, quedas preso
de tu secuestro,
mas así te escapas del peso
de tu pronto arresto.

Los asaltantes se miraron entre sí,
enarcaron dudosas cejas
y procedieron a darle un cachazo
a don Miguel en plena oreja.
“No sea mamón” dijo uno de ellos.
Indignada ante la fiereza de los forajidos
Sor Juana se levantó y exclamó:
Dime, ofensor rapaz,
ofendido de mi desgracia,
¿qué ha sacado tu jactancia
de alterar mi firme paz?
que aunque de ofender capaz…
pero antes de que pudiera terminar su verso
aquéllos la despojaron de su hábito
y comenzaron a ultrajarla salvajemente.

Acuña, su alma ofendida a más no poder,
ante tal desdicha
arrebató a uno el revólver
para pegarse un tiro en su propia sien.
Por un momento casi eterno
hubo silencio…


Desde el fondo se oyó la anciana
y ciega voz de Jorge Luis Borges:
Cuando los transgresores se hayan ido,
cuando la ley los haya consumido,
ciertamente no habrá cesado el rito.
Lo cual llenó de brío a García Lorca,
quien envalentonado de tono suspiró:
A las seis de la mañana.

Eran las seis en punto de la mañana.

Lo demás era muerte y sólo muerte
a las seis de la mañana.

El viento se llevó las palabras
a las seis de la mañana.

Y una oreja con sangre desolada
a las seis de la mañana.

Las heridas quemaban como soles
a las seis de la mañana.

¡Ay qué terribles seis de la mañana!
¡Eran las seis en todos los libreros!
¡Eran las seis en el área de poesía de la mañana!

Inamovidos por sus bellos vocablos,
fríos y atroces
lo desnudaron y violaron ahí mismo
igual que a Sor Juana.
“¿A ver quién más, quién es el bueno?”
amenazó uno de los asaltantes.
Cortázar no dijo nada
se mantuvo en un silencio rebelde
mirándoles con dureza,
pero Calac Y Polanco
andaban por ahí, paseándose
la matera aún humeante,
y ante tanta bajeza y crueldad
comentaron entre sí:
―Vos fijate, Polanco, qué tipos tan más croncos― dijo Calac.
―No, loco, si se ve a leguas que son unos grandísimos petiforros, mirá que hacerle eso al pobre de Federico, él tan pacifista, che― dijo Polanco.
―Y yo te digo que no, que son croncos, basta mirarles esa mirada tan cejijunta, ¿viste?― dijo Calac.
―Aun así, de todos los que conozco, usted es el más petiforro.
―Y usted el más cronco.
―Y usted el más petiforro.
―Usted me toró el zote― dijo Calac.
―Yo se lo toré porque usted me motó de cronco…
―¡Bueno ya! ¡Chinguen a su madre los dos!― terció uno de los asaltantes
y de dos tiros los mató.

Bolaño, que sentía un especial cariño
por aquellos dos cronopios, asestó:
Recuerdo que Huerta me lo decía
y no presté atención.
Ahora estamos en la librería de la muerte
y no hay nada que podamos hacer:
el espacio es una paradoja.
Aquí no puede pasar nada
y sin embargo estamos nosotros.
Apenas robots
Con una misión sin especificar.
Una obra de arte eterna.
“Voy voy voy, bájele de güevos, güey,
¿muy chingoncito, no?”
dijo el más robusto de los bandidos
y de un sopetón le tiró de la boca
el cigarrillo.
Roberto… Roberto alcanzó a propinarle
un jab en la mera quijada
antes de que le tronaran el cráneo
a cachazos los maleantes.

Murió como un héroe, exclamó
un juglar sin nombre.
Mientras tanto, Gonzalo de Berceo
rezaba muy quedo desde su esquina:
El señor que non quiere muerte de peccadores
mas que salven las almas, enmienden los errores,
tornó en estos enfermos de mortales dolores,
que era decebido de malos traidores.

Pero los asaltantes ni caso le hicieron;
miraban retadores a Nicanor Parra,
quien resentido por la muerte
de su compatriota y adivinando su similar suerte,
se dirigió a ellos en tono burlón:
Antes de despedirme
Tengo derecho a un último deseo:
Generoso abductor
quema mis páginas
A pesar de que fueron escritas con sangre
No representan lo que quise decir.

Uno de los asaltantes le contestó:
A ver a ver
tú que eres tan güevudito ven pacá
¿tú te crees que hay libertad de expresión en
este país…?
―Hay― dijo don Nicanor
ay
áááááy!

Atónitos los presentes enmudecieron
sólo uno,
viejo conocido de la desgracia,
tuvo el valor de levantarse una vez más
y gritar:
Serán los narcos de bárbaros Salinas;
o los heraldos negros que nos manda la PGR.
Esos golpes sangrientos son las crepitaciones
de algún poema que en la puerta del horno se nos quema.
Y el poeta… Pobre… pobre!
vuelve los ojos locos, y todo lo escrito
se empoza, como un charco de pulpa, en la página.
Hay golpes en la muerte, tan fuertes… Yo no sé!

“¿Y si no sabes pa qué chingados te levantas, cabrón?”
dijo el que parecía ser el líder.
“A ver si ya se dejan de mamadas.
Nosotros venimos
por el libro de la chava de Rebelde
pa revenderlo en la Lagunilla;
así que ya no se hagan pendejos
y dígannos dónde carajos está.”

En ese momento
los libros se cerraron
y no dijeron más.

3 comentarios:

Denzura dijo...

Ay me encantó lo que García Lorca les dijo a los "malitos"

Saludos

alejandra dijo...

es genial
as you are

Éric Marváz dijo...

Siempre un placer navegar por tus letras. Ya estás enlazado en mi página. Un fuerte abrazo.

http://www.emarvaz.blogspot.com/

mar_vaz@live.com.mx